Me conformaba
con una evasión ligera que como poco reforzase nuestra pasión por la lectura y
la adicción a las librerías, que realzase el encantamiento entrañable de los
templos del conocimiento y la imaginación. Pero no. La librería, última
película de Isabel Coixet, no transmite devoción ni apasionamiento por los
libros. No basta con enfocar las manos de la protagonista acariciando
ejemplares o encadenar planos en los que lee absorta sin despegar la vista de
las páginas a la luz de la lámpara de noche. Parece haberse quedado con las
ganas, estancada por una incapacidad que la convierte en una película muy
discreta.
No he leído
la novela de Penelope Fitzgerald adaptada por Coixet para su film, por lo que
no puedo comparar las dos obras al desconocer si de las páginas emana la
atracción librera que sugiere su argumento: la aventura de una joven viuda, con
sus complicaciones y rechazos populares, por abrir una librería en un pequeño
pueblo de la costa inglesa. El costumbrismo que irradia de la historia se
estropea en la película, cansina de metraje y coja de ritmo, incapaz de extraer
carisma de ninguno de sus personajes.
Acabada la
proyección, me sumerjo en la distopía de Margaret Atwood.
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