Allá
por los años noventa del siglo pasado (qué lejos se ven aquellos
días de floreada inocencia), con poco más de 20 años, descubrí la
distopía que me llevaba a un terrorífico 1984, un relato de
anulación de la voluntad humana que me impactó profundamente.
Orwell y el Gran Hermano, el miedo a que la autoridad conozca y
domine nuestros pensamientos. Algún que
otro mundo insano y
cruel, cuya aparente irrealidad no debía ser ignorada, pasó por mis
manos desde entonces, hasta que por fin he leído uno de esos libros
similares a los que tenía muchas ganas: El cuento de la criada, de
Margaret Atwood, actualizado gracias a una exitosa serie de
televisión.
El mundo que Atwood predice en
esta novela deslumbrante es un desolador paraje de frialdad humana en
el que se ejecuta a los disidentes y a quienes vulneren la aséptica
naturaleza de puritanismo extremo y donde las mujeres han sido
retenidas y controladas con la única función de reproducir para las
clases dominantes. Su narradora, uno de esos vientres cubiertos de
rojo, recuerda tenues fragmentos de su vida anterior, se atreve a
jugar en el límite de las estrictas normas de poder y anhela
continuamente las emociones que le causaban las antiguas sensaciones,
fugaces reflejos de una vida perdida. Atwood es tan brillante en sus
ejercicios narrativos como desalmada en sus desenlaces, y en cuanto
cede un poco a la esperanza cierra la puerta de golpe para aplastarla
en un mundo que imaginó capaz de despreciar la naturaleza emocional
del ser humano. Me niego a creer que algún día podamos acabar así,
pero no estoy seguro del todo.
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