domingo, 27 de agosto de 2017

EL MUNDO QUE GIRA

“La literatura puede recordarnos que no toda la vida ya ha sido escrita, sino que todavía hay muchas historias que contar”.

Como en las primeras películas de Alejandro González Iñárritu, el novelista irlandés Colum McCann conecta y entrelaza con mayor o menor distancia historias y personajes distintos alrededor de un motivo. En las dos obras que he leído, Transatlántico y Que el vasto mundo siga girando, hay un elemento o una situación central sobre la que se mueven, entran y salen, se acercan y se separan, perviven a lo largo del tiempo o se producen en un momento determinado varias acciones y personas: en Transatlántico era una carta que cruza el océano hasta ser leída cien años después de haber sido escrita, en Que el vasto mundo siga girando, el paseo que Philippe Petit dio sobre un cable entre las torres del World Trade Center de Nueva York en 1974.

Esta novela, ganadora del National Book Award en 2009, cruza líneas argumentales poco antes, durante y poco después del asombroso paseo de Petit (el universo particular del funambulista se intercala brevemente), historias marcadas por la pérdida y las perdiciones, por la obsesión y la soledad: un sacerdote que salva prostitutas y se enamora de una madre soltera, una testigo de un accidente mortal, madres que lloran a sus hijos muertos en Vietnam, una mujer sola y Petit desde allá arriba desafiando la naturaleza y entregado a su forma de vida.

La habilidad de McCann para unir situaciones con sutileza y credibilidad se acompaña de una descripción dura y sin concesiones del Nueva York de los años setenta, del desgarrador y a la vez entrañable Bronx en concreto, donde sus personajes viven y sobreviven entre la sordidez y la esclavitud de sus condiciones sin apenas asomo de esperanza. El fresco urbano e interior en que se convierte la lectura es este libro son propios de una obra de una brillantez colosal.

miércoles, 2 de agosto de 2017

TAN POCA VIDA, TAN EXTENSA NOVELA


Este post retoma otro publicado a finales de mayo, cuando empecé a leer Tan poca vida, una aclamada novela de Hanya Yanagihara de 1.004 páginas que hizo que me preguntase hasta qué punto es necesario escribir tanto, contar tanto. El libro, finalista del Man Booker Prize en 2015, una de esas obras vastas en volumen y trascendencia argumental, me costó terminarlo (hace una semana) por varias razones. Por su extensión y por la dureza de la historia que cuenta, principalmente. ¿Grata experiencia? No ¿Ingrata? Tampoco.


A ver, tratando de no estropear nada a los más atrevidos e interesados: cuatro amigos a lo largo de unos cuarenta años en Nueva York, ambiciosos, exitosos, unidos unos y distanciados otros; uno de ellos, el principal personaje, sobrevive a una infancia atroz, insoportable e inhumana, y progresa brillantemente pero se autolesiona de forma compulsiva hasta límites intolerables a consecuencia de los horrores que ha padecido y de los miedos que le asaltan en la vida adulta.


Mil páginas son, en este caso, excesivas. Eso creo. La autora, hábil, cruda y a la vez sensible, peca de reiteraciones al profundizar en el dolor que arrastra su protagonista y se regodea con repeticiones en el detallismo de sus relaciones personales más cercanas. También parece exagerar al describirnos seres demasiado bondadosos y tipos asquerosamente deleznables. Tremendamente dura es la historia como para alargarla hasta el incómodo cansancio.