Hoy
hubo tarea de orden en casa: recolocar y desechar, y de paso doblar,
colgar y encajar, además de apartar y arrojar a la basura o destinar
a la donación. Más de una vez nos detuvimos en los bordes de una
prenda o en el diseño de otra; comprobamos el desgaste de un abrigo
o nos dimos cuenta de que ya no tiene sentido guardar esos pantalones
en el fondo del armario. Nos desprendimos de tres bolsas grandes y
pesadas, tres bolsas cargadas de historias escritas en la ropa o en
un objeto (unas gafas, un colgante, unos pendientes): en qué momento
y lugar compramos ese jersey o esa camiseta, cuándo la vestimos por
primera vez, a quién sedujimos con ella puesta, a qué lugares
viajamos, con cuántas manchas de vino o chocolate la manchamos, a
quién se la prestamos para dormir una noche a nuestro lado… Cada
prenda tenía una historia o varias que contar, verdades que se
pierden o que guardamos para siempre.
Estoy
leyendo un libro de 1.000 páginas, Tan poca vida, una novela. Estoy
cerca ca de la 300 y me he preguntado varias veces si es necesario
llegar tan lejos, si no podrían haberse ahorrado algunos tramos. Me
gusta el libro, tira levemente de mí sin llegar a atraparme, aunque
me temo que me pasearé por más fases que hagan que me pregunte por
qué tanto…
De
paso por la librería de viejo, dejo un lote de tomos que me estorban
con los que obtendré lo que me dé para comprarme una obra de
primera mano y de paso me llevo dos obritas cortas, ejemplares que
alguien también trajo aquí para darles otro uso, otra nueva vida,
otra historia escrita en el tiempo en que permanecieron en las
estanterías de un dueño y atrajeron polvo entre libros viejos hasta
volver a ser posesión de alguien. La historia se repite.