jueves, 25 de julio de 2013

EL FIN DEL ROMANCE… MALDITO DIOS


Dios acostumbra a entrometerse, inoportuno y castigador, en los libros de Graham Greene, carcome la conciencia de sus personajes y los conduce a reflexiones y comportamientos extremos. El fin del romance, llevada al cine excepcionalmente por Neil Jordan en 1999 (antes por Edward Dmytryk en 1955), es una novela de odio, no de amor. Es el amor, puro y cruelmente pasional, lo que despierta el odio, intenso y rencoroso, cuando el amor precisamente huye o se desvanece.

Londres, a finales de la II Guerra Mundial. Bendrix y Sarah se enamoran. Ella está casada con un hombre bueno pero gris. Ama poderosamente a Bendrix, tanto que promete dejar de quererlo si Dios no acaba con él después de caer herido entre los escombros de una casa por un bombardeo aéreo. Bendrix vive y ella lo abandona para partir en busca de Dios, para comprenderlo, para comprenderse, para creer. Para creer en algo simplemente.

Greene salta en el tiempo sin condenar a sus personajes, solo los expone desprotegidos antes, durante y después del romance. Pasea por las confesiones de un diario, recupera recuerdos, los estruja, se compadece de los débiles pero no les rinde una compasión amable. Embiste con su prosa agresiva y sus sangrantes conclusiones. ¡Cuántas veces hemos oído (o sentido) que el amor poco se distancia de la muerte!

domingo, 21 de julio de 2013

MAUGHAM Y LA BONDAD... SERVIDUMBRE HUMANA

Mirando atrás, antes de 1984, los libros de Hesse, las comedias de Tom Sharpe y alguna biografía de cine y después de las aventuras de los tres investigadores apadrinados por Alfred Hitchcock, la primera novela seria (densa, reconocida e importante, además de precisa y elegante) que cayó en mis manos fue Servidumbre humana. Me acompañó un verano en las rocas del dique, adonde la bicicleta me llevaba cada tarde de sol junto a los gatos perezosos, a orillas del frío mar del puerto. Anotaba las palabras de las que desconocía su significado y al llegar a casa las buscaba en un diccionario. Así aprendí también a callar, o a decir solo lo conviene decir.

Setecientas páginas creo que tenía el tomo que cargaba en la mochila. En él me sumergí fascinado, conmovido por la bondad de Philip Carey, compadecido por su pie deforme, aturdido por la inabordable pasión con la que el pobre hombre aprendía a amar. El autor respondía a un extenso nombre, William Somerset Maugham, que al pronunciarlo desprendía la distinción caballerosa que trasladaba a sus palabras. Más tarde leí algunos de sus muchos relatos y me propuse penetrar en otras de sus novelas, que el cine puso en pantalla. Al tiempo.

Aquel libro fue quizá el punto de partida, la etapa prólogo de un largo, muy largo tour, mi travesía interminable, por las páginas de la literatura (El árbol de la ciencia, Niebla, Rebelión en la granja, El cine según Hitchcock, A sangre fría, Lolita…).

lunes, 15 de julio de 2013

DIARIO DE INVIERNO, PAUL AUSTER

Cada obra de Paul Auster encierra pedazos de su biografía (situaciones, anécdotas, recuerdos, personajes), pero sus textos más autobiográficos, A salto de mata y Diario de invierno, demuestran que cualquier vivencia de cualquier ser humano es digna de ser relatada. Es el mérito del autor, de su arte de vestir su vida y su imaginación con palabras, lo que convierte una biografía en un viaje apasionante.

En Diario de invierno, Auster abre la puerta al invierno de su vida. Por sus líneas desfilan episodios que ya han aparecido en otros libros suyos, salpicados ahora por la perspectiva que desde el presente traza una persona que siente la llegada de la vejez a punto de cumplir 64 años. Chispazos de su infancia en la memoria, sus años de hambre en París, sus padres, su mujer, un accidente de tráfico, un ataque de pánico y cada una de las 22 estancias en las que ha vivido componen, entre otros capítulos personales, la particular biografía de un libro emotivo y magistral, cálido en cualquier invierno, medicinal, vital.

Al leer a Auster me abruman las ganas de escribir. Siento placer recorriendo el sentido de sus historias, de sus palabras. Nunca llegaré a su altura (no lo pretendo), a la cotidianeidad de hacer sencillo lo más íntimo, por mucho que lo intente. Lo que pasa es que envidio no poseer sus dotes naturales para compartir el calor de mis realidades e invenciones con el interés anónimo de los lectores.

MI REINO POR UN LIBRO

Calculo que el 70% de mis lecturas se consumen en el cuarto de baño, después de comer y de cenar, en mi casa o en la de cualquiera. Ya no concibo sentarme en el retrete sin un libro en las manos (en su defecto, un periódico), páginas que paso con voracidad sin tener presente el paso del tiempo. Conviene luego perfumar el aseo o conectar un ambientador. Por temporadas me siento un devorador de libros, son etapas de viciosa necesidad por navegar entre palabras, líneas e historias, salir de aquí y flotar allá, en cualquier otro lugar, acariciar las solapas, aspirar la esencia del papel. Leo mientras camino, mientras espero a que me atiendan en el banco o en la carnicería, mientras no empieza la película o en la cola frente a la taquilla (ah no, vaya, ahora ya no se forman colas en el cine), en la espera de alguien en el lugar en el que nos hemos citado o en el asiento del coche. Leo hasta saciarme en los aeropuertos, en los aviones, en autobuses, en los bancos de los parques, en la playa, en el sofá, en la cama. Leo en castellano y en inglés. Leo y vivo. Un día sin lectura es un día vacío.

EL VERANO Y LAS MENTIRAS… MENTIRAS DE VERANO

Volví la memoria a aquellas lecturas que me habían conmovido, que me impulsaron a cerrar el libro y apretarlo contra el pecho para seguir nadando por sus páginas los días siguientes. El palacio de la luna y Chesil Beach, recordé. Auster y McEwan. Hay más. La más reciente, Mentiras de verano, siete relatos de Bernhard Schlink, cuya novela El lector también cubrí de calor hace unos años entre mis brazos.

Siete páginas veraniegas y un puñado de vidas escogidas al azar: hombres encarcelados en su incapacidad de diferenciar el engaño de la sinceridad, madres mayores que pierden la capacidad de amar, padres enclaustrados en su hermetismo permanente e hijos que anhelan diálogo, viajeros solitarios, parejas descompensadas. Unos y otros transitan por las historias y preguntas con las que el elegante escritor alemán trata de descifrar el organismo vulnerable de las personas y la insignificancia de sus vidas. Siempre en verano, cuando abrimos paréntesis y nos preguntamos si los que se toman un descanso somos nosotros, de hueso y carne, o nuestros espíritus.

LE PURE CAFÉ


Un café con leche y un vaso de agua. Un cuaderno y un bolígrafo. Un libro, El mar, de John Banville. Una mesa junto a la ventana. Una mujer subraya líneas en un libro. Dos amigas terminan de comer. Dos amigos se afanan en una charla sin fin. Un grupo de chicos se entrega a unos postres. Dos mujeres conversan afuera en la terraza. La barra en el centro, el camarero ajetreado. Jesse y Celine retoman lo que nunca terminaron. Una hora de mi vida la pasé en Le Pure Café. París. Se detuvo el tiempo.

BOOKS

Pasear es un placer. Y lo hicimos. Hasta encontrar de nuevo una librería en la que habías estado. Yo la descubrí entonces. No es de las viejas, como las que tienen ediciones muy antiguas y huelen a polvo y cerrado. Aquí hay libros nuevos. Apretados en las paredes y apilados en el suelo. Y muchos baratos. Dentro nos perdimos durante casi una hora, hasta que el dueño apagó la luz para advertirnos de que ya era hora de salir. Me habría pasado allí todo un día. En silencio, abriendo libros y tocándolos, sus tapas y sus páginas, oliéndolos, leyendo algún párrafo, siguiendo los títulos de un lado a otro de las estanterías, comprando alguno, haciéndolo tuyo. Leer es un placer. No puedo imaginarme esta vida sin un libro.


EL LENGUAJE

Así como ya no estudiamos ahora la manera en la que hablábamos antes, como hace cincuenta o cien años en cada uno de nuestros países, porque el uso y el diccionario han desterrado expresiones y palabras perdidas, dentro de unos treinta o cuarenta años los profesores enseñarán a quienes nos sobrevivan cómo se emplea el lenguaje acortado, los mensajes con iniciales, las palabras codificadas pero pronto desnudas y al alcance del conocimiento cotidiano. Y OMG será Oh my God. Y todo el mundo se despedirá de todo el mundo con LOL, es decir, lots of love. Y ya no volveremos a escribir más qué, por, de, para, porque o también, sino q, x, d, xa, pq o tb. No sé cómo te mandaré entonces mis besos ni si me comprenderás si te digo con otros signos o vocablos que desearía que estuvieras aquí. Pero con las miradas, con los suspiros, los silencios y los gestos universales todos nos seguimos entendiendo sin necesidad de las palabras, cualquiera que sea la parte del mundo de la que procedemos.

domingo, 14 de julio de 2013

AUSTER EN LA CARRETERA. EL PALACIO DE LA LUNA

Desde que comencé con Mr. Vértigo, no sé hace cuánto tiempo, me obligo a leer dos o más libros de Paul Auster al año, o a releer alguno. No es un vicio, es un desvío en el trayecto literario que voy tomando con el paso de la edad, es una parada en la casa de un amigo que me va a sorprender con los relatos más impredecibles, cada uno agrupado en una novela llena de ramificaciones argumentales con personajes tan puramente reales como fantasmales, producto de una desbordada imaginación o de una destapada tentación por narrar lo que no nos atrevemos a contar. De vacaciones por el Norte de Europa, fui repartiendo desde el inicio hasta el final las páginas contagiosas y desgarradoras de El Palacio de la Luna, una de las obras cumbres de Auster que tenía pendiente. Una obra maestra a la altura de Leviatán o la Trilogía de Nueva York.

La prosa sencilla y hábilmente manejada por Auster posee la irreprochable cualidad de conducir al lector de una a otra página sin descanso, queriendo leer más incluso cuando el sueño obliga a apagar la lámpara de la mesilla. En El Palacio de la Luna el autor norteamericano consigue hacernos caminar al lado de las paralelas situaciones que viven Marco Fogg, Thomas Effing y Solomon Barber, personajes fantásticos enredados en la soledad a la que los ha conducido un pasado plagado de incógnitas. Los desenlaces de sus existencias acaban produciendo una impagable emoción, nos acercan al escalofrío, a la lágrima, como muy pocos novelistas son capaces de plasmar con la elección clarificadora de sus palabras y con la perspicacia de ofrecernos en sus creaciones el espejo que refleja muchas de nuestras inquietudes, nuestros sueños, nuestros propios fantasmas.

DOS RELATOS (SHEPARD, BOLAÑO)

Insisto. Me gusta sumergirme en la corriente pasajera que se agita entre las fronteras de un relato o un cuento, entrar y salir rápidamente en una porción de universo. Algunos de Julian Barnes, Truman Capote, Anton Chéjov, Ian McEwan y Richard Ford han pasado por mis manos en los últimos meses. De Sam Shepard también los he alabado. Repito elogios a Roberto Bolaño. Me paro un momento en un relato de cada autor admirado, dos pequeñas o grandes aventuras que me han conmovido

Shepard prescinde de título para contar en menos de veinte páginas, sin diálogos y con frases cortas, sin concesión a la lágrima ni a la compasión pero provocando en el lector una angustiosa sensación de sequedad en su garganta, los cuidados que una familia tuvo que dispensar a una persona enferma durante un año, un ser querido al que le revienta la cabeza una tarde y requiere de la cercanía de los suyos para seguir conectado, con o sin voluntad, a la vida. Este relato sensacional aparece en las últimas páginas de su breve y célebre colección Crónicas de motel.
En otro lado, pero no en un extremo opuesto ya que produce las mismas sensaciones, Bolaño pasea por los años de una joven incapaz de clavar raíces de ningún tipo en el relato Vida de Anne Moore, el que cierra su libro Llamadas telefónicas. Con breves intercambios de palabras sin saltos de párrafo, el autor chileno navega sin etapas de transición, sin tiempo para el reposo, por los días de zozobra en los que la frágil, indecisa y díscola protagonista salta de un país a otro, de continente en continente, de pareja a amante o de amigo a desconocido en busca de una felicidad sólo sugerida al alcance de los sueños.

RELATOS DE SHEPARD (EL GRAN SUEÑO DEL PARAÍSO)

Me gusta leer más de un libro al mismo tiempo para repartir mis lecturas a lo largo del día. Si es posible, prefiero alternar una obra larga, una novela, con otra obra corta que tenga a mano. Por eso me conformo también con leer relatos o cuentos, un género con mucho por explorar y cargado de auténticas joyas. Los relatos de un libro de relatos son como las canciones de un disco. “La primera canción de la cara B es buenísima, el resto es prescindible… ninguno de los ocho buenos relatos alcanza la grandeza del tercero”.

Los relatos pueden omitir las explicaciones para darnos mucho más que pensar. Las ideas que apuntan y los pedazos de las vidas que narran nos permiten imaginar lo que no nos ha contado más allá de las páginas que abarcan. Dicen que un buen relato es aquel en el que tiene más valor lo que no se cuenta, lo que está detrás de los que se cuenta. Si leyera más no tendría tanto tiempo para dedicarle a escuchar discos y ver películas, pero entre mi modesto número de lecturas acabo de incluir un breve libro de relatos del autor dramaturgo (dramaturgo, músico, actor y director de cine también) Sam Shepard, una fascinante personalidad de la cultura norteamericana de finales de siglo XX.

Recomiendo una publicación titulada El gran sueño del paraíso, poco más de 150 páginas y casi una veintena de piezas cortas que describen con palabras y silencios el universo presente en casi todas sus obras, el que componen seres solitarios, personajes traumatizados, parejas rotas en la busca de sí mismas, moteles tristes, emociones a la deriva, los Estados Unidos. La pluma clara, precisa y sencilla de Shepard revela en esta colección de relatos situaciones desoladoras y desenlaces sorprendentes con una amarga sobriedad, sin el fatalismo de otros relatadores como John Cheever o Raymond Carver. Ya ha conseguido que siga comprando más libros suyos.